Os voy a contar algo. La gente no deja de sorprenderme. Y las cosas, está demostrado, pasan cuando uno menos se lo espera. Sencillamente llegan, llaman a tu puerta y se presentan de improviso. Surgen. Quizás por una coincidencia. O tal vez sea que no recuerdas que dejaste algo en alguna parte y de repente vuelve para rendirte cuentas. Sin que te des cuenta.
Tiempo ha (por ‘hace tiempo’) dejaba en la biblioteca de la calle mayor de Castellón, determinado anuncio en el que ofrecía mis servicios a domicilio como profesor de informática. La verdad es que mucho éxito no tuvieron. Creo recordar que me contactaron dos personas. Anduve en dos ocasiones (por el momento) con uno de ellos, ya que únicamente quiere que le eche una mano para configurar tal o cual cosa. Y la otra, dejó de llamarme porque su trabajo le impide disponer de su tiempo como quisiera.
El caso es que allí se quedó el anuncio cuando dejé de visitar aquellas instalaciones. Y hoy ha venido a rendirme cuentas.
Resulta que recibo una llamada en mi número. Obviamente no conozco a quien me llama. Veo su número pero no lo tengo guardado en la memoria. Ergo, es un desconocido para mí. Siempre pienso que pueda ser una posible empresa quien llame para ofrecerme el puesto soñado de mi vida. Pero no. Al otro lado del teléfono, una persona varón, apurada y ansiosa. De forma acelerada me cuenta que ha obtenido mi número porque, desesperado, había acudido a la biblioteca como último recurso (y aún no sabía de qué).
Que ha acudido a cinco o a cuatro establecimientos (no recuerdo ya ni el número), y que en ninguno de ellos querían o podían hacerle lo que pedía. (En este punto mi intriga ya era descomunal). Y que si podía quedar conmigo para que le hiciera lo que necesitaba. (pues vale, a saber qué narices me va a proponer este individuo, con lo casto y puro que soy yo ¡Ja!).
“Que, bueno”, le respondo. “Si usted (la educación siempre por delante hasta que te den por detrás, entonces protesta cuanto quieras) me dijera en qué consiste eso que le tengo que hacer, ayudaría bastante, caballero, no se ofenda por la pregunta”.
“¡Ah!, bueno, sí. Lo que necesito es que me escriba en ordenador una cosa que tengo en papel porque no veo nada. Si me hiciera el favor. Le pago lo que me pida.”
Pues nada. Le digo que se puede acercar a mi casa. Le doy la dirección, y le digo que le espero pacientemente. No tenía nada mejor que hacer en toda la tarde (aparte de seguir preparando mi nueva sesión del curso de Community Manager del CEF de Valencia, así que… Estuve esperando como casi una hora hasta que llegó. Y tuve que ir a buscarlo a la calle porque el pobre no localizaba el portal donde vivía.
En la calle me encuentro un hombre bajito, enjuto, hiperactivo, preocupado. Con su carpetita de documentos bajo el brazo. Apresurado. De pasos cortos. Me identifico y le invito a pasar y a subir a mi casa.
Me explica que por problemas de miopía aberrante (no ve nada de cerca, pero nada, nada, nada) no puede transcribir un escrito, del que deduje era una carta de queja sobre un establecimiento HORECA que le causaba grave perjuicio a su salud. Sus chimeneas soltaban demasiado humo y le impedían quedarse en su vivienda ya que también tenía una grave afección pulmonar.
Me cuenta que quiere presentarlo de manera elegante y “decorosa” (esto es textual suyo, aún queda gente que conoce l empleo de esa palabra) a la consejería que corresponda. Y que había pretendido que se lo hicieran en varios establecimientos de la zona, sin resultado positivo. Así que al ver mi número pensó que sería una buena idea.
Pues nada. En cinco minutos me ventilo el asunto. Diez más para que el pobre lo lea en la pantalla de mi ordenador, con el texto ampliado un cuatrocientos por ciento, y a imprimir.
Le digo que ya está.
Me dice que qué me debe.
“Nada caballero, esto ha sido una minucia, me ha dado compañía y ha hecho que mi tarde fuera diferente”. Respondo.
“No me diga eso que rompo el papel. Algo tendré que darle por el servicio”, me insiste.
En este punto ya me tiene pillado. Si resulta que he perdido el tiempo y que rompe el papel, a saber qué va a tardar en darse cuenta de que lo necesita de nuevo para llamar otra vez a mi puerta. Así que cedo. Qué remedio.
Me pregunta que cuánto suelo cobrar por clase. Le respondo que unos doce euros por hora. Me da que entonces se puso a calcular mentalmente. Grave y tajante va y me dice mientras rebusca en su monedero y me enseña un billete de veinte… “le daría diez, pero como no tengo cambio, se tiene que conformar con cinco euros, y creo que ya tiene suficiente.
Me parto de risa. Él mismo se lo guisa y se lo come. Me pide el servicio, me pone el precio y se queda tan ancho. Pues nada. Que vale. Total, no quería cobrarle nada y al final tengo para cinco kilos de pipas.
La moraleja es que si piensas hacerle un favor a alguien, antes pacta lo que te va a costar no sea que luego el favor te lo tengan que hacer a ti.
¡Ah! Cuando se fue, le di las gracias… Si el favor me lo estaba haciendo él. No te digo.
Entrada del 09.
Es junio.
Año 2.
2011
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Antonio Vallejo Chanal
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muy bueno!!ja
Jajajajajajaja eres muuyyyy bueno!!!